lunes, 13 de enero de 2020

EPIFANÍAS (MANCHAS Y RUIDO # 9)

(Originalmente aparecido en Manchas y Ruido # 9). 

Hez.





















"La primavera de 1997 llegó, inevitablemente y como todos los años, a la provincia de Toledo. El campo castellano, roto por el frío de las corrientes invernales recibió, de buen grado, las lluvias que calaron entre los áridos terrones del barbecho.
Cual hidrópico beodo, anclado por los codos en la barra tabernaria más próxima al hogar, el sembrado trasegó los chaparrones, uno tras otro, con afanosa maestría, arrojando, como esputos sanguinolentos de un hígado cetrinamente inflamado, amapolas rojas que tiñeron de escarlata las lomas y cerros.
El pueblo de Nambroca, al sur de la Imperial, colindando entre la sobria Castilla y la humilde La Mancha, no fue una excepción, que sus labraos salieron de la congoja invernada a la euforia primaveral. Y con aquellas lluvias, también, llegó la epifanía.
Encontramos a nuestro protagonista, rechonchete mocoso de blanquecinos carrillos, con ocho agostos en sus espaldas, deglutiendo gustosamente una concha Codan en el coche de su madre. La buena señora, malabareando entre trabajo y tareas familiares a cargo de tres latosos hijuelos, dejó a los dos niños mayores dentro del vehículo, incorrectamente aparcado en doble fila, en la Plaza del Reloj del citado municipio.
Mientras la madre realizaba la compra semanal en un bazar del poblacho, el hermano mayor, de doce octubres, escuchaba absorto en su walkman Phillips una cassette: refrito de primeros discos y directos del conjunto gallego Siniestro Total.
- ¿Qué oyes? - dijo el pequeño.
El silencio se instauró en el tedioso ambiente del Citröen AX blanco.
- ¡Óscar! - repitió el muchacho - !Eh, que qué oyes!
El primogénito quitóse los auriculares.
- Una cinta que me han grabado. Toma - sonrió maliciosamente - ¿quieres oír?
Y llegó la epifanía.
Los cascos arrojaron, en atronadora vehemencia, el ruido infernal y corruptor que golpeó con bravura el inocente cerebro de nuestro personaje. Un falo sónico, erguido en chulesca firmeza, penetró por las orejas reventando el himen cerebral del mozuelo.
Aquella voz enloquecida, casi mongólica, que bramaba el "todos los ahorcados mueren empalmados", arrasó como un huracán sobre el plácido terruño florido; desraizando en implacable esfuerzo los brotes que la simpleza había regado.
Toda bondad se rompió. Todo buen sentimiento quedó hecho añicos. El repliegue membranoso que guardaba, con tranquila paciencia, las virtudes de la candidez infantil se redujo a despojos.
Brotó el llanto y, con él, la mofa del hermano mayor. Algo se rompió en su interior y, sin comprender qué estaba sucediendo, el plañidero bobalicón se sintió feliz. Relajado. Quiso más. Hízose adicto a aquella sensación sadomasoquista y continuó buscándola, sin descanso, a lo largo de los años entre discos y conciertos.
Pero revelación no hay más que una, que abre los ojos y marca el camino. Camino embarrado y farrogoso que sigue recorriendo hoy, cómo puede, nuestro peregrino, en soledad o en compañía de creyentes como él, sorteando iluminados y falsos profetas, por los yermos campos castellanos."

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Pipoca Pistolet.

Procesión del Silencio en Toledo

Quizá sea el término religioso con el que se presentan estas experiencias musicales cuasi místicas lo que hizo que en mi cerebro apareciese este extraño recuerdo polifónico que viví en plena madrugada entre las estrechas calles de Toledo. Eran días festivos y la ciudad imperial se engalanaba en balcones y el hedor a incienso inundaba los rincones. Yo rondaba los doce o trece años, esa edad en la que acompañar a tu familia empieza a ser un suplicio, pero al final te animabas porque sabías que algo caía si se enferiaban. Los pasos de procesión más comunes empezaban pronto, pero este año mi abuela quería enseñarme su secreto, su paso favorito. La procesión del silencio, donde el cristo  salía a altas horas de la madrugada en un aplastante silencio. Ella era sorda desde pequeña, pero siempre le acompañaba la música. Aprendió a sentir la vibración de los altavoces y a salvaguardarse de los bombardeos de la guerra por el retumbar que dejaban las bombas al caer. Tenía un sexto sentido y eso hacía que la música con ella tuviese otra dimensión. Pensaréis que vaya mierda de epifanía musical ir a una procesión en silencio. Pero aquella noche de semana santa seguí a mi abuela por el laberinto de callejones y llegamos a encontrar nuestro sitio bajo el techo de un cobertizo. Las primeros capuchones empezaban a desfilar ante nosotras con sus promesas a cuestas. Una larga fila de velas brillaban mientras el silencio caía sobre nuestras cabezas. A lo lejos el retumbar de un tambor que ahogaba el soniquete de los palos de madera que marcaban el ritmo. Con el paso de los minutos el sonido del tambor se iba intensificando hasta el punto de ser atronador. Antes de que los tamborileros doblaran la esquina, mi abuela ya mascullaba entre dientes, “Ya llegan, ya llegan”. Y así fue. Tras el abrumador silencio, llegaba el tronar de los bombos. La percusión en estado puro que se intensificaba bajo aquellas vigas de madera. En apenas cinco minutos sentí todo el redoblar de los palos contra los parches en mi estómago. Golpe tras golpe, se convirtieron en un ritmo hipnótico elevando mi mente al trance. Algo tan sencillo como unos palos y un tambor bajo un simple ritmo consiguieron hacerme sentir la música desde dentro, desde las entrañas. Un ruido ensordecedor. Parece contradictorio. Pero tras el paso del pum pum pum volvió el silencio. En mis orejas seguía sonando el pum pum pum. 
Miré a mi abuela y la recuerdo totalmente emocionada. No tanto por el cristo si no por sentir la música vibrar tan cerca, tan alta, tan bestia.

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Revelaciones musicales (Miguel Llansó).

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Iba en autobús a Salamanca para ver una exposición que se llamaba “Las edades del hombre”. Año 1994.  Era una de esas exposiciones universales, donde lo único universal era la pasta que se metieron en el bolsillo sus organizadores. De repente: “Kurt Cobain ha muerto”. Mi padre me dijo que con esos gritos espeluznantes no se iba a hacer muy famoso. Pero ya era jodidamente famoso. Mi madre me regaló “In Utero” cuando volvimos a Madrid, en la estación de Chamartín. Menos mal. Si no estaría aún en el bar de Boss de Villalba escuchando “Tu piel morena sobre la arena” o lo que es peor, yo mismo sería el dueño del bar de Boss.
Ese verano, el Lolo me grabó una cinta con dos cosas. Cara A, Kerplunk de Green Day. Cara B, Liberal Animation de NOFX. Era ya el declive de las cintas vírgenes. Te las vendían con nombres como “chrome 2 slim power”, pero grababan como el puto culo. Lo sé porque años más tarde escuché Kerplunk en CD y sonaba bien. Tan bien que me pareció una mierda enorme. Pero la calidad de la cinta TDK me decía que yo también podía tocar una basura similar y grabarla. Lo hicimos con nuestra primera banda “Suck Pornography” y sonaba bastante similar. Bastante similar de mal. No como el Kerplunk original, pero sí como Kerplunk de cinta.
Abro los ojos y estoy en el verano del 2000. Tú – Jose – me grabas una cinta de Ornette Coleman. Yo me había quedado un poco atascado con el cd de Art Blakey que me había regalado mi padre cuando me pillé mi primera batería. Hay otro momento de iluminación cuando mi amigo Raúl y yo ponemos la cinta de Albert Ayler a todo trapo en un camping alemán. La cinta queda atascada en el Mercedes de mi padre (bueno, ya sabes, como pasó con la de Elvis) y la escucho 1600 veces seguidas durante los meses siguientes. Gracias a esta aparente maldición de la tecnología, descubro el corazón de la verdad a partir de la escucha 1560.
La cinta de Flying Luttenbachers y Naked City: open chakras, tío. Hubo el verano de Miles con mi amigo Jon – lo que nos flipaba era la atmósfera de flotación de Miles. Aunque Jon flotaba más, la verdad, porque se compró tantas toneladas de marihuana que hizo levitar al edificio. Hubo el verano de Morricone. Todavía se me ponen los pelos de punta cuando escucho la guitarra eléctrica del hombre con la armónica y me acuerdo de cómo nos flipábamos.
Algunos conciertos que me volaron la cabeza por aquellos tiempos: A Room With A View, Aina, Solex y los primeros Ginferno.
Todo esto parece una miscelánea un poco inútil y si ninguna clase de cordón umbilical. Se está quemando Notre-Dame en este momento, así que voy sintonizar el Youtube.

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Escalofrío (Miriam).

this is actually me to a T

Descubrí la música en casa. Descubrí la música en mi cuarto. Descubrí que era una experiencia muy personal.
Descubrí que cada cual la vive de una manera muy diferente, que es algo casi privado, íntimo, que no tiene por qué entender nadie más que tú. Que es una relación que se construye de una manera tan especial que no encontrarás a nadie más en esta tierra que pueda compartir exactamente lo que sientes en ese momento en el que estás con 12 años tumbada en la cama de tu cuarto, mirando al vacío mientras escuchas una cinta grabada con tus temas favoritos, concentrada en el momento, dejándote llevar, sintiéndolo muy dentro, viajando a sensaciones que no serás capaz de describir nunca, y de repente entra tu hermana en el cuarto (que también es el suyo), o entra tu madre a ordenarte que hagas algo que no te apetece, y ¡puf!, la magia desaparece abruptamente. Te da vergüenza, parece que te han pillado masturbándote, o algo peor. Pones pausa. Planeas en tu mente cuando volverás a tener ese momento íntimo, y aguantas el resto del día sabiendo que volverás ahí. A vibrar, a viajar, a tener escalofríos cuando aparece tu parte favorita de la canción, y sabes que vives para encontrar ese momento. Se convierte en adicción.
Y a partir de ahí vas a buscar siempre ese escalofrío, en todos lados, aprendes a dejarte susurrar por cada experiencia auditiva a ver si te lleva ahí.
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Iggy & The Stooges – “Raw Power” (HAZ).



Como gran obsesivo, fan y buscador apasionado, mi vida ha estado llena de descubrimientos alucinantes que han dado giros de 180 grados a mi mente y, en algunas ocasiones, incluso a mi vida: Mis padres poniéndome “Beatles for sale” a los 6 años; descubrir a los Doors y Led Zeppelin a los 13; escuchar la belleza sublime de “A Love Supreme” a los 18; ver “Eraserhead” en sesión nocturna y sentir mis oídos llenándose con ESE SONIDO; Fugazi, Crass y la revolución del hardcore punk idealista; ir de gira con Aina y conocer de primera mano ese espíritu; The Ex en vivo en el 98 (la experiencia en directo más revolucionaria que he vivido); la obsesión enfermiza con “SMiLE” de Brian Wilson en la época en la que tocaba en Ensaladilla Rusa y la montaña de ideas y música que compartimos ...tantas experiencias maravillosas que contribuyeron a romper mis cadenas mentales (todavía estoy en ello) y a encontrar mi propia voz. 
Pero de entre tantos momentos, hay uno que supuso un especial cortocircuito en mis sinapsis neuronales. 
Hasta los 14 años viví en una “ciudad dormitorio” madrileña, donde el único acceso a la música era la tienda de discos de un horrible centro comercial-mamotreto. Todos los discos me parecían carísimos para mi inexistente economía, por lo que la única manera de saciar mi curiosidad era afanando alguna cinta de cuando en cuando (los vinilos eran más difíciles de sustraer y habrían generado sospechas en casa). Thin Lizzy, AC/DC, Eagles ...si era “rock” y la cassette tenía fácil acceso se iba conmigo a casita. 

Una tarde me atreví a llevarme “Raw Power”. Llevaba semanas viendo esa portada deslumbrante donde Iggy aparece amenazante con su eterno torso descubierto, sus pantalones plateados, ese extraño maquillaje y una expresión que parece decir: “Me importa una mierda lo que pienses de mí”. Esa foto condensaba todo lo que yo no era y todo a lo que no tenía acceso. Esa foto era un vórtice a un universo paralelo, un escape del aburrimiento, una promesa de libertad. 
Al llegar a casa, sentado sobre mi cama, metí la cinta en mi walkman y sonaron los primeros acordes de “Search and Destroy” acuchillados por ese vitriólico solo de guitarra irrumpiendo como un elefante en una cristalería. Sufrí una descarga eléctrica en todo mi sistema nervioso. Nunca había sentido nada igual. La sensación de riesgo y peligro que transmitía esa música me dejó absolutamente noqueado. Los Stooges se convirtieron en ese preciso instante en mis grandes héroes, e Iggy en un ídolo absoluto de tintes casi religiosos. 
Tardé bastante en tener la oportunidad de escuchar su primer disco y “Fun House”, y cuando lo hice, esa trilogía se convirtió en mi biblia y en objeto de devoción y adoración. Iba al colegio, que odiaba con todas mis fuerzas, y al volver a casa me sumergía en esa fantasía donde unos tipos de Michigan (que para mí bien podrían haber sido de Marte) con pintas de delincuentes de los años 50, se habían liberado creando la música más violenta que mi mente podía imaginar. 
El mundo en el que yo vivía era gris y descolorido, pero esos discos me decían que había otro universo paralelo escondido donde quizás podría ser otra persona diferente. Un póster gigante de Iggy manoseándose “el asunto” se alzó durante años sobre el cabecero de mi cama, pude ver a Iggy dos veces en vivo en los 90 (con una banda heavy horrible pero un repertorio basado en un 90% en temas de Stooges, el paraíso para un adolescente febril como yo) y aprendí a tocar el solo de “Search and Destroy” con la guitarra de juguete de mi hermano pequeño (lo que sentí como uno de los grandes logros de mi vida). Debí ver decenas de veces el vídeo clip de “Teenage Riot” solo porque aparecían un par de segundos de Iggy bailando como un demente. El descubrimiento de esta música era sin lugar a dudas lo más excitante que había experimentado en toda mi corta vida. 
Los Stooges eran criaturas casi mitológicas que rasgaron el telón de mi realidad y me llevaron al punk y a la energía primaria del rock and roll, energía que sigo amando y amaré siempre. Ayudaron a liberar mi mente de cadenas muy pesadas forjadas por la autoridad y las normas absurdas de la sociedad. “Raw Power” y “Fun House” iniciaron mi pasión por la expresión nacida de la obsesión y la necesidad, por el arte en forma de aullido que rompe el silencio de la opresión. La catarsis nietzscheana desvelada por una pandilla de inadaptados en la resaca del Verano del Amor. 

Iggy Pop puede pasarse el resto de su vida diciendo sandeces y mentiras (y probablemente así sucederá), arrastrando su legado por el fango y hablando de moda y zapatos en entrevistas para revistas lamentables, pero nada de esto podrá empañar el brillo y la perfección cristalina de la discografía más importante de la historia del rock and roll; del sonido de la rabia, la furia y la libertad convertido en obra de arte salvaje.

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Isa Aries. 

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La verdad es que he tenido decenas de epifanías musicales a lo largo de mi vida: en numerosas ocasiones una canción se ha apoderado de mí, el mundo se ha parado y una nueva puerta vital se ha abierto en mi espíritu! Voy a compartir unas pocas:
La primera -y la más fuerte- fue siendo una niña. Mis padres pusieron en casa el single de Love me do de los Beatles. Era sábado por la mañana y recuerdo agarrar a mi padre de las manos y bailar. Mi cuerpo se llenó de música: la melodía de la armónica, las voces y el ritmillo me daban ganas de explotar como un cohete. Fue la primera vez en mi vida que sentí esa conexión con algo.
De teenager fui a tocar con mi grupo a la sala Ricoamor de Castellón. Llegamos y, mientras montábamos los instrumentos para probar sonido, pusieron el Singles Going Steady de los Buzzcocks. Empezó a sonar Orgasm Adict: me quedé petrificada y dejé de montar. Y cuando sonó Love you more amé la música, me sentí plenamente feliz de estar allí haciendo eso con mis amigos y nada más importaba un carajo. Ya se podía estar acabando el mundo fuera, que ya sólo quería tocar con mis amigos para siempre.
En una fiesta en el monte de Umbe, me comí unas setas: era una especie de rave cutrecilla pero lo pasamos bien. Al amanecer, ya tranquilamente de fin de fiesta, alguien puso Space is the Place. Estaba tumbada en unas toallas en la hierba y me puse a llorar muchísimo, mezcla del agotamiento del colocón y la belleza de la música. ¿Quién era esa gente? ¿Qué les pasaba? Cerré los ojos y sentí estar super acompañada en el mundo.
De vacaciones con mis padres en la Costa Brava, me regalaron un walkman sumergible. Un compañero de clase me había hecho una cinta que contenía See Emily Play de Pink Floyd. Me fui a bucear, los rayos del sol atravesaban el mediterráneo, los peces brillaban, y Seeeee Emilyyy Playyyy: yo era libre, era un pez, era parte del Universo entero.
Por último hablaré de mi mega epifanía con Surfs Up, la cual me llevó a hacer un fanzine y grabar un LP sobre su excelso poder, haha.
Surfs Up es mi canción favorita y llegué a creer que me había quitado un quiste cerebral congénito que tengo, a fuerza de escucharla. Por desgracia, recientemente me han hecho un tac y el quiste sigue ahí; una negligencia médica me hizo creer que el quiste se había evaporado gracias a los Beach Boys. Con quiste o sin quiste esa canción me salva la vida una y otra vez. 
Gracias música por existir! <3 font="">

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